2008-04-24

La ominosa escoria argentina

Son los argentinos la vergüenza general, y causan el repudio en cualquier lugar civilizado al que intentan escapar (lo que por desgracia hacen con frecuencia, seguramente en un intento por conseguir salir del agujero infestado --de ellos mismos-- en que viven). El argentino se cree superior al resto de latinoamericanos, más valioso y sin género de dudas más capaz para todo; y, por añadidura, con más derechos que nadie en el cono Sur.

Son el 25% de ellos indios o mestizos, pero como todos tienen al menos un bisabuelo español o italiano, polaco o alemán, ya se jactan con superioridad y engreimiento de su herencia (tantas veces dilapidada) y, por ejemplo, llaman bolitas a los Bolivianos (indios puros en su mayoría); y se consideran por derecho propio un caso aparte y superior: no se le ocurra a nadie meter en un mismo saco a los argentinos y a los, pongamos por caso, colombianos o chilenos, porque el argentino escupirá bilis con gran aparato de juramentos lunfardos en su teatral obstinación por dejar patente su disconformidad para con semejante asociación. Pues ellos son, ante todo, superiores al resto. Y el resto es, ante todo, indigno de su alta alcurnia.

Pero ya es hora de decirlo: el argentino común es un advenedizo, un trepa, un oportunista y un vendedor de humo. El argentino común proclamará con grandes voces su patriotismo y devoción por la Argentina, pero en cuanto haga dinero lo enviará fuera del país a paraísos fiscales defraudando a todos sus compatriotas. El argentino común no dudará en apuñalar a su patria, sin dejar en ningún momento, por supuesto, de proclamar su insobornable dedicación patriótica.

Dice el chiste que el mejor negocio es comprar un argentino por lo que vale, y venderlo por lo que él cree valer. Así es: el argentino se cree el ombligo del mundo, y no llega ni a culo.

Cuando oigan el inconfundible acento de estas gentes de Sudamérica, con su eterno tono de encantadores de serpientes, de alucinados hijos tontos de la familia, mantengan la compostura ante todo, dénles rápidamente la razón, y procuren no volver nunca a cruzarse con ellos ni a dirigirles la palabra. Pues su compañía es tóxica, y el aire que ellos respiran lo impregnan de la sutil malignidad que anida en sus corazones negros.